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Juan Gabriel: placer culposo y cultura popular


Juan Gabriel, nacido Alberto Aguilera Valadez, ha sabido alcanzar un lugar en el gusto de los mexicanos. El año pasado obtuvo una certificación de Platino por la venta de más de 60 mil copias de su álbum 40 Aniversario. Sus letras han sido difundidas por intérpretes tan distintos como Lucha Villa, Marc Anthony, Chayanne, Thalía, Laura Paussini, Alejandro Fernández, Banda El Recodo, Vicentico, Maná o Pandora. Con esto podemos decir que su discurso ha llegado casi a todas las audiencias imaginables en distintas generaciones y ha tenido entre ellas notable aceptación.

¿Por qué gusta Juan Gabriel? Su sencillez musical acompañada de letras que recogen ideas sobre el amor en todas sus variantes (filial, cortesano, romántico e, incluso, divino) quizá ofrezcan buena parte de la respuesta. Atrae también por su personaje, que encarna valores arraigados profundamente en el ideario colectivo nacional: la gratitud –la primera parte de su nombre artístico es un homenaje a Juan Contreras, exmúsico de banda sordo que fue su primer maestro–, la devoción cristiana, el amor a los padres –recordemos el monumento de amor póstumo a su madre que representó “Amor eterno”–, la generosidad, la amistad.

En el cantautor conmueve también la historia de ascenso social por esfuerzo propio, arquetipo que funciona para seducir lo mismo a nivel de las telenovelas de peor factura que de las biografías de los modernos self-made men. En su vida encontramos elementos de algunas de las mejores películas de Pedro Infante, así como el drama de la miseria campesina, la encarcelación injusta y la marginación.

Alberto nació en una familia de campesinos. Antes de que cumpliera un año, su padre Gabriel Aguilera quemó un pastizal a fin de preparar la tierra para la siembra. El fuego se extendió sin control y esto lo afectó de tal modo que terminó internado en La Castañeda, el sanatorio para enfermos mentales de Ciudad de México. No se sabe con certeza si falleció ahí o llegó a escapar, pero Gabriel Aguilera no volvió a reunirse con su familia, por lo que su esposa Victoria Valadez emigró a Ciudad Juárez. El compositor plasmó esta historia familiar en el tema “De sol a sol”.

El encierro también marcó otro drama en la vida de Juanga. Escapó a los catorce años del internado en Ciudad Juárez a donde su mamá lo había llevado, incapaz de hacerse cargo de su manutención y educación. Años después, a inicios de los setenta, viajó a México para probar suerte; aquí, tras recibir el rechazo de algunos sellos disqueros, fue acusado de robo y pasó año y medio recluido en Lecumberri.

En su biografía, plasmada en películas que él mismo protagonizó, como El Noa Noa (1982) y Es mi vida (1982) se puede atestiguar la alquimia del dolor y la injusticia en sensibilidad y canto. “La música es una manera de comunicarme con los míos, de agradecer que soy parte de cada persona que ha contribuido a mi realización”, confesó a Juan José Olivares en una entrevista publicada por este diario. “Creo en ella con toda mi devoción, pues gracias a ella no soy un desgraciado: he tenido para comer, para hacer muchas cosas que no hubieran sido posibles si me hubiera dedicado a otra cosa”, afirmó. Así, la música ha permitido a este hombre reinventarse, resignificarse y retribuir a su círculo social, en un proceso que el psiquiatra y antropólogo Philippe Brenot encuentra presente en muchos de los considerados genios artísticos.

La polémica de Bellas Artes. Apocalípticos

En 1990 la presentación de Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes desató polémica en el medio cultural mexicano. Previniendo posibles cuestionamientos, Víctor Flores Olea, entonces presidente de Conaculta, anunció que las ganancias de los conciertos se destinarían a la Orquesta Sinfónica Nacional. Aun así, las críticas llegaron: para el periodista cultural Víctor Roura, “Bellas Artes fue momentáneamente un palenque, un estudio de Televisa, un recinto de Ocesa. La magnífica coyuntura, pues, del naciente empresariado nacional popero para introducirse en campos fértiles, inexplorados, velada, raquítica, reducidamente seducidos”. En una postura que Umberto Eco calificaría de claramente apocalíptica asistíamos al triunfo de los hábitos televisivos sobre el resto del espectro cultural.

Por su parte, Carlos Monsiváis apoyó abiertamente la puesta en escena e incluso escribió el programa de mano. Ya en Escenas de pudor y liviandad (1981), el escritor había caracterizado a Juan Gabriel como una “institución” nacional por haber triunfado en un mundo masculinizado. Incluso llega a equipararlo, “toda proporción guardada”, con Salvador Novo: “A los dos, una sociedad los eligió para encumbrarlos a través del linchamiento verbal y la admiración. Las víctimas consagradas. Los marginados en el centro.”

Lo que Roura vio como una concesión al star system de Televisa, para Monsiváis fue una cuestión de reconocimiento a la diversidad, del triunfo de los otrora parias. En la confrontación abierta al respecto entre ambos durante una entrevista Monsiváis afirmó: “Creo difícil imaginar un medio más abyecto, en lo moral y en lo político, que el cine mexicano de donde surgieron figuras absolutamente legítimas de la cultura popular (Pedro Infante, Tin Tan, Joaquín Pardavé, Ninón Sevilla, Resortes). Y creo que la atroz industria cultural de hoy también producirá figuras, símbolos, emblemas, formas lingüísticas que, asimiladas y ‘reconvertidas’, serán parte de la genuina cultura popular.”

Esta discusión es profunda. Al respecto, Alessandro Baricco aporta en Next (2002) argumentos provocadores. En sus inicios la música clásica podía entenderse como un bandidaje que achataba el gusto del público y destruía una tradición con siglos de antigüedad. Y La Traviata, de Verdi, que hoy consideramos una obra de arte, nació como un producto hecho para complacer el gusto del gran público: hablaba un lenguaje desoladoramente simple, sintetizaba la humanidad en unos pocos modelos psicológicos superficiales y, para oídos habituados a Beethoven, musicalmente sonaba a pura vulgaridad. ¿Será así que al paso de las décadas Juan Gabriel logrará abrirse paso a través de las generaciones para encontrar nuevos oídos que conmover y cuerpos que incitar al baile? Es una respuesta que no está en nosotros, por más que consideremos su música loable o decadente. Mientras, queda el placer culposo de seguirlo escuchando.

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